¿Por qué una imagen devota no recibe el mismo trato que cualquier otro objeto? Consideraciones sobre el carácter excepcional de la imagen1

Josefina Schenke

(Universidad Adolfo Ibáñez)

josefina.schenke@uai.cl

Resumen

El presente estudio propone comprender la imagen cristiana y las prácticas devotas que ella suscita, a la luz de su continuidad con el fenómeno originario de la reliquia, entendida ésta como un modo peculiar e inmediato de “presencia santa” a partir del cual toda otra figuración representativa deriva su legitimidad. La apreciación de esta filiación de la imagen permite enseguida deslindar la especificidad de las actitudes devotas que se dirigen a ella respecto del trato que despiertan otras tipologías de objeto. La perspectiva metódica elegida se encuadra en la “antropología de la imagen”, disciplina que se orienta a la comprensión de las funciones que las comunidades asignan a las representaciones visuales y que emplea dicho criterio para identificar y diferenciar tales producciones. La aplicación de este método permite detectar afinidades funcionales entre imágenes y reliquias, que avalan la tesis principal del estudio. Se concluye que la índole de la imagen sacra, y el modo específico en que ella “hace presente” su modelo en la tradición cristiana, no pueden comprenderse sin referirse a la reliquia.

Palabras clave: imagen – reliquia – representación – arte – simulacro

Summary

This paper proposes to make sense of the Christian image, and of the network of devotional practices into which it is embedded, in the light of its continuity with the original phenomenon of the relic. It is argued that this latter provides its ultimate source of legitimacy to any other sort of representative figuration, insofar as relics enjoy an immediate contact with the sacred thing they stand for. Once such kinship between images and relics is appreciated, it becomes possible to isolate devotional attitudes from other sorts of sentimental behavior directed to unrelated kinds of objects. The paper takes the so-called “anthropology of the image” as its methodological stance, given its focus on the roles that images play within communities as a guiding-thread to understanding their meaning. Application of this method bears out functional affinities between images and relics, which support the main thesis of the study. It is concluded that the nature of the sacred image, and the specific way in which it “represents” within the Christian tradition, cannot be fully grasped without reference to relics.

Keywords: image – relics – representation – art – simulacrum

Introducción

La reacción que nos mueve hacia una imagen –y más hacia las imágenes de carácter piadoso– no puede equipararse a una adhesión sentimental o interesada, comparable a la que se dirige a un objeto biográficamente significativo (por ejemplo, la porcelana familiar) o pecuniariamente atractivo (las andas de plata de una cofradía). Hay algo inquietante en una imagen que la vuelve otra cosa, algo que nos impide quemar o romper una imagen de alguien que queremos o quisimos, por ejemplo, sin que esto resulte, en alguna medida, perturbador. En la era de la multiplicación de las imágenes digitales, tales gestos parecen olvidados y es por esto que resulta interesante pensar aquí, a modo de ejemplo paradigmático, en las imágenes cristianas. Estas representaciones –simulacros que suportan un conjunto de creencias– suponen un sentimiento de naturaleza específicamente devota que nos ayuda a pensar el carácter de cualquier otra representación2. Ellas comparten un carácter otro con cualquier objeto que forme parte de un entramado de prácticas y creencias y del cual se espera una acción o intervención: profiláctica, taumatúrgica o, en general, apotropaica, es decir, que comporte un carácter mágico que aparte el mal de aquel que posee o venera dicho objeto devoto.

Sin duda, las imágenes también pueden ser usadas como instrumentos emotivos y lo son en virtud de su carácter narrativo, en especial a partir de las prácticas esbozadas por la devotio moderna3. Se trata de una sensibilidad religiosa no enfocada en la liturgia o en la vida monástica, sino en la reflexión en torno de imágenes y sentimientos despertados por las historias del Evangelio, y que llama al autoconocimiento y a la penitencia a la luz de la vida de Cristo o de la Virgen. Sin embargo, tal uso emotivo no implica una adhesión sentimental como cualquier otra. No hablaremos aquí de las representaciones mentales o materiales derivadas de esta sensibilidad inaugurada por De Groote y continuada por Kempis, ni de la emotividad en el uso de imágenes en el espacio misional o catequético4. Esto porque buscamos comprender en este trabajo algo previo: por qué y cómo al interior de un espacio votivo-social (como una cofradía) o de uno doméstico, una imagen piadosa no es nunca –ni provoca– lo mismo que cualquier otro objeto, ya que la relación con esta imagen es privilegiada y su carácter proviene del origen y la naturaleza de la representación de lo sagrado.

En este trabajo, entonces, intentaremos demostrar la particular relación no emotiva ni sentimental que vincula al ser humano con dos tipos de objetos que, desde la tradición cristiana medieval, cumplen este papel apotropaico, y veremos cómo ambos están estrechamente relacionados. Se trata de las imágenes y de las reliquias, las que comparten con “ídolos”5 y huacas del mundo andino, por ejemplo, análogas funciones y usos. Estos objetos cristianos nos interesan como elementos antropológicos que revelan patrones universales de conducta frente a ítems de carácter visual y material a los que les ha sido asignado un poder. Tal poder sobrecoge, impresiona, incluso aterra, pero está lejos de dar pie a una relación simplemente emotiva. Hay algo más intenso y radical en un objeto en el que se depositan esperanzas y al que, a fin de cuentas, se respeta y se teme.

Imagen y reliquia son dos tipos de objeto que, a simple vista, parecen completamente desconectados: la imagen sería –desde una tradición platónica6– el reflejo, la copia, de algo real, mientras que la reliquia sería el resto físico de un cuerpo venerado o de las vestimentas de aquel cuerpo; dicho cuerpo se estima digno de culto por alguna razón, trátese de un santo de la Iglesia o de una actriz hollywoodense. Imagen y reliquia parecen, así, realidades desligadas y, sin embargo, se relacionan íntimamente desde al menos tres puntos de vista cuyo interés quisiera subrayar en las siguientes páginas.

En primer lugar, en la tradición cristiana, la imagen justifica su existencia gracias a la reliquia; la imagen fue posible en virtud de la reliquia. En segundo lugar, reliquia e imagen cumplen funciones similares: se las teme, se espera de ellas determinadas reacciones, están siempre modulándose y cambiando por efecto de su recepción. Ellas existen como cosas frente a las cuales determinados comportamientos reciben denominaciones específicas: arruinar una reliquia es sacrilegio, mientras que destruir una imagen es iconoclasia. Romper un vaso o una ventana, quemar una mesa o robar un candelabro son actos que no reciben una denominación particular, mientras que quebrar un espejo conlleva una serie de supersticiones –siete años de mala suerte– justamente porque implica romper la imagen del mundo o romper nuestra propia corporalidad.

En tercer lugar, ambos son objetos cuyas materialidades provienen de una huella7: ambos existen porque son gesto de algo que no está y, en esa medida, están siempre relacionados al recuerdo y al olvido, a la resistencia al olvido.

Adoptaremos aquí una perspectiva que es, a su vez, antropológica e histórica, describiendo comportamientos y funciones o buscando rasgos en común. Suscribimos la perspectiva de Hans Belting8, para quien “el término antropología, a causa de su proximidad con la etnología, posee una grata ambivalencia, pues también la investigación etnológica contemporánea se dirige a nuestra propia cultura”9. Belting coincide con los postulados de David Freedberg10 o Georges Didi-Huberman, para quienes la historia y la antropología de la imagen desbordan los límites disciplinarios de la historia del arte: “la perspectiva antropológica fija su atención en la praxis de la imagen, lo cual requiere un tratamiento distinto al de las técnicas de la imagen y su historia”11. Tampoco nos interesaremos en esta oportunidad en la reliquia como fenómeno puramente cristiano, ni en la imagen como producto artístico; por ello, no nos preocuparemos de demarcar, por ejemplo, una imagen cualquiera de una obra de arte. Buscamos comprender más bien por qué la imagen es, en cierta forma, reliquia, y en qué sentido ambos objetos están anclados en lo material, de modo que su recepción y percepción responden a tales expectativas con respecto a su materialidad santa y no sólo a sentimientos derivados de una emotividad sentimental.

En la tradición cristiana, la imagen fue posible gracias a la reliquia

De acuerdo con la tradición acerca del origen de la representación de lo sagrado en el cristianismo de Bizancio (tradición visual que luego se extendió, vía Italia –Venecia y Siena– a Occidente), tal representación es válida sólo si su modelo se acerca a un primer prototipo cuyos orígenes, según los defensores de la imagen que actuaron durante la crisis iconoclasta ocurrida en ese imperio oriental (726-843), se remontan a una intervención divina (ya sea cuando el propio Cristo estampa su rostro sobre un paño o cuando la Virgen admite ser retratada por san Lucas12). Es decir, la legitimidad de la primera representación de Cristo o de la Virgen, aquello que la vuelve sagrada, es esa cercanía corporal y, por lo tanto, material, con su prototipo. En otras palabras, se trata de una proximidad corpórea que sacraliza la imagen a la manera de una reliquia que también es santa por la cercanía con su prototipo.

La naturaleza de las reliquias redunda en que, si la imagen es reliquia, esto la hace legítima, sagrada y valorable por sí misma. En sentido estricto, una reliquia es una sección del cuerpo de una persona venerable, o bien es un objeto que tuvo contacto físico con ese cuerpo y tal contacto lo volvió santo o valioso13. La definición de lo que se entiende por reliquia y las prácticas vinculadas a su culto se mantuvieron estables en el cristianismo desde los orígenes de este tipo de devoción, que se sitúan en el siglo II con la visita a las tumbas de los mártires. Las reliquias son, en su sentido específico, los restos venerados del cuerpo de un santo, y se interpretan como el santo mismo, por lo cual las plegarias y el tacto se dirigen a ellas como si se dirigieran al muerto en persona.

Para Gregorio Nacianceno († 390), por ejemplo, “los cuerpos de los mártires tienen el mismo poder que sus santas almas, ya sea que se los toque, ya sea que se los venere”14. Las reliquias también pueden ser no corporales, llamadas “de contacto”: en tal caso el feligrés no interactúa con los restos mortuorios del santo, sino con un trozo de material que ha estado en estrecha cercanía con él durante el curso de su existencia terrena. Una categoría adicional está integrada por las reliquias “representativas”, es decir, líquidos que emanan de un cuerpo u objetos o paños que han sido puestos en contacto con los huesos del santo o con su sepulcro, llamados sanctuaria o brandea. Estas últimas combinan de algún modo las dos primeras categorías, en la medida en que las reliquias de contacto derivan su poder del cuerpo del santo en vida, en tanto que los sanctuaria o brandea adquieren valor por haber tocado sus restos mortales. Esa proximidad con lo corporal transforma en milagrosas tanto las reliquias “de contacto” como aquellas “representativas”, porque en todas persiste –activa y santa– la presencia del personaje al que acompañaron en vida o una vez muerto15.

La veneración de los restos o reliquias de personas, o de los objetos que les pertenecieron, no es exclusiva del cristianismo. El culto a los héroes en la Antigüedad clásica16 y la veneración de las reliquias de Mahoma y de Buda muestran que estas devociones son medios de expresión religiosa que comparten muchas comunidades, aun cuando ellas difieran en sus prácticas17. Es el caso también, como se verá, del vínculo de los indígenas del Perú con sus imágenes y con los restos de sus antepasados. De acuerdo con Dominique Julia, si bien esta veneración puede ser común a diversas religiones, tales acciones devotas se inscriben al interior de configuraciones teóricas y prácticas diferentes:

Il n’est pas sûr d’ailleurs que les outils conceptuels, forgés à l’intérieur du christianisme depuis les Pères de l’Église jusqu’à la Contre Réforme, puissent être utilisés sans modifications profondes pour comprendre, dans des univers religieux différents, les fonctionnements de pratiques auxquelles nous supposons un rapport analogique18.

Por otra parte, la costumbre de guardar un recuerdo de un difunto –un mechón de cabello, un trozo de vestimenta o algún objeto de uso muy personal– expresa un modo distintivo de enfrentar su muerte; se trata, en cierto modo, de una práctica funeraria, si bien ese acto de guardar no implica una veneración sino un respeto a la memoria, una cierta conmemoración, un sentimiento de amor por el difunto. Existe, sin embargo, una veneración histórica cuando pensamos en los objetos que se vuelven reliquias nacionales, como los anteojos de Salvador Allende o el perro embalsamado del presidente Alessandri, ambos conservados por el Museo Histórico Nacional de Chile. También existen reliquias pop, como una prenda de Elvis Presley, en torno de quien, además, existe una veneración formal por parte de la “Iglesia de Elvis”. Tal tipo de objeto sí involucra una intensa adhesión emotiva hacia él, lo que –afirmamos aquí como hipótesis– difiere de la actitud que se adopta frente a una reliquia apotropaica.

Al menos dos episodios evangélicos sostienen la creencia en la sanación operada por el hecho de tocar los vestidos de un cuerpo santo. En el Evangelio de San Mateo (9:20-22) una mujer se repone milagrosamente de una hemorragia crónica con sólo tocar el borde del manto de Cristo:

Entonces una mujer que desde hacía doce años estaba enferma, con derrames de sangre, se acercó a Jesús por detrás y le tocó el borde de la capa. Porque pensaba: “Tan sólo con que llegue a tocar su capa, quedaré sana”. Pero Jesús se dio la vuelta, vio a la mujer y le dijo: “Ánimo, hija, por tu fe has sido sanada”. Y desde aquel mismo momento quedó sana.

El segundo episodio, referido en los Hechos de los Apóstoles (19:11-12), cuenta que los apóstoles hacían milagros aplicando sobre los enfermos los pañuelos y sábanas pertenecientes a san Pablo, lo que producía que las dolencias sanaran y los malos espíritus se retiraran de ellos:

Y Dios hacía grandes milagros por medio de Pablo, tanto que hasta los pañuelos o las ropas que habían sido tocados por su cuerpo eran llevados a los enfermos, y éstos se curaban de sus enfermedades, y los espíritus malignos salían de ellos.

Ambos relatos sustentan la creencia en el poder sanador y exorcizante de un cuerpo santo y de su vestimenta. Sin embargo, el desarrollo del culto a las reliquias no fue inmediata consecuencia de tales alusiones. Tal culto entronca con una necesidad antropológica por dotar de poder y eficacia a los restos de cuerpos venerados y se irá forjando de manera paulatina, hasta convertirse en un pilar central del conjunto de creencias y prácticas sustentadas por la Iglesia19.

La primera huella lejana de un culto al cuerpo de un santo, sin tratarse aún de una práctica relicaria, remonta al siglo II, cuando se organizaban banquetes funerarios y, más tarde, celebraciones eucarísticas, en torno de las tumbas de los mártires en ocasión del aniversario de su muerte o dies natalis: el día de su nacimiento a la verdadera vida, la vida eterna. Por otra parte, sin ser su antecedente directo, el culto funerario destinado a los héroes en la Antigüedad clásica anticipó esta nueva devoción a los héroes cristianos, testigos que compartían con Cristo la pasión y la muerte en gloria y, por esto, eran premiados como atletas de la fe con la palma del martirio. El culto de los santos derivó del culto de los mártires, así como el culto de sus reliquias provino “du respect dont on entourait leur dépouille mortelle et de la confiance en leur intercession20.

A partir del siglo IV, las tumbas de los mártires se transformaron en nuevos loci sancti hacia los cuales se peregrinaba, así como se visitaban los santos lugares del Antiguo y Nuevo Testamento. En esta misma época, comenzaron a circular los relatos en torno de las virtudes milagrosas de los cuerpos santos: san Basilio relata cómo quienes tocaban los huesos de santa Julita participaban en la santidad y la gracia que residen en ellos. San Gregorio Nacianceno atribuye a las cenizas de san Cipriano (y a la fe en ellas) el poder de cazar los demonios, sanar las enfermedades y adivinar el futuro21:

The thaumaturgical (miracle-working) power of relics manifested itself in a number of ways: they were believed capable of expelling demons, curing diseases, revealing hidden things, and defending cities from enemies. It also brought help in the other world to the dead buried ad sancto22.

En el siglo V, se multiplicaron las leyendas en torno de los milagros producidos por las reliquias –puesto que ellas demuestran la virtus del cuerpo que espera la resurrección– y se afianzó la voluntad e sepultarse en las cercanías de las tumbas de los mártires, con el fin de resucitar con ellos a la vida eterna. A las reliquias santas se les atribuían características propias de los cuerpos gloriosos: incorruptibilidad, aroma suave y una luz sobrenatural que emanaba de ellas o que brillaba cuando eran descubiertas o transportadas a una iglesia23. Tales cualidades gloriosas se correspondían con su resuelta calidad milagrosa: los demonios eran expulsados de los cuerpos de los poseídos, las convulsiones cesaban, los ciegos recuperaban la vista, los cojos caminaban, los judíos e incrédulos se convertían24. Por otra parte, las reliquias también eran solicitadas para aplacar una epidemia y en caso de problemas meteorológicos, para poner fin a sequías o inundaciones25.

En suma, la Edad Media funda la veneración de las reliquias y define las características esenciales de las prácticas que les están asociadas: el culto que se debe a reliquias tanto corporales como no corporales, el “principio de divisibilidad”, según el cual una pequeña porción de reliquia es igualmente eficaz que un trozo de dimensiones más importantes, y la enorme virtus milagrosa atribuida a tales restos. A partir de este conjunto de creencias, los usos de estos objetos serán siempre los mismos: sanar y proteger, constituir bienes de uso político para prestigiar a un príncipe, agasajar a un mandatario o zanjar disputas entre naciones rivales y fundar un lugar santo al ser colocadas bajo los altares de iglesias. Tales características y prácticas fueron reafirmadas por el concilio de Trento (1545-1563), cuyos mandatos renovaron la legitimidad del uso de las reliquias durante la Modernidad.

En efecto, durante la Contrarreforma se mantuvieron constantes tanto las atribuciones de las reliquias –una fuerza prodigiosa y sobrehumana– como sus múltiples funciones: estos cuerpos o trozos de tela, divididos hasta el infinito, “son llevados sobre sí para asegurarse una protección personal, o bien donados para reforzar los lazos de amistad interpersonal o la relación religiosa con una comunidad alejada, o incluso para sellar un acuerdo de naturaleza política o eclesiástica”26. Los significados y los usos de las reliquias fueron acompañados de un discurso eclesiástico que rescató las justificaciones medievales de su veneración contra las reticencias protestantes27.

La presencia real de la imagen

Habiendo visto hasta aquí cuál es el rasgo esencial de la reliquia en el cristianismo, a saber, el carácter sagrado de un objeto que perteneció a alguien cuya excepcional virtud lo vuelve poderoso y apotropaico, veremos cómo las imágenes se relacionan con las reliquias y cómo tal relación proviene justamente del carácter polémico de la imagen.

Todas las “religiones del Libro”, derivadas de la creencia en el Antiguo Testamento –Judaísmo, Cristianismo e Islam– desconfían de los modos de devoción que confunden el objeto de culto con su prototipo. La representación de lo divino en el cristianismo es también polémica. El Antiguo Testamento prohíbe la adoración de ídolos, y esta prohibición se sustenta en el problemático intervalo entre el signo y el significado: venerar lo representado puede confundirse fácilmente con venerar la representación misma28.

Sin embargo, a partir de comienzos del siglo III, las imágenes cristianas se multiplicaron29. Entre los primeros cristianos, como entre los paganos del final de la Antigüedad, la desconfianza hacia las imágenes como portadoras del riesgo de idolatría (por la confusión entre prototipo e imagen) no acarreaba un conflicto; amigos y enemigos de las imágenes convivían en paz. La actitud hacia ellas era un asunto de conciencia de los individuos o de las comunidades cristianas individuales.

En el nivel de las ideas “madre” de la Iglesia, es decir, de los principios básicos del primer cristianismo, el problema de las imágenes religiosas no ocupó, en los primeros siglos de la fe cristiana, un lugar muy importante: ningún consejo ecuménico de la época trató del asunto. El culto de imágenes –así como el culto de las reliquias– se generó paulatinamente, sin un discurso de la Iglesia que apoyara tales prácticas explícitamente. En palabras de André Grabar, “el culto de las reliquias y de ciertas pinturas de origen irracional debió establecerse poco a poco, beneficiándose de la extensión a todas estas categorías de objetos de la noción de sacrum, que reclama para sí la adoración”30.

La tolerancia hacia las imágenes cambió cuando el poder imperial en Constantinopla decidió tomar partido en este desacuerdo y transformar el problema del ícono y de su culto en un asunto de Estado. Entonces, contradiciendo la tradición de tolerancia en relación a estos aspectos religiosos, se llegó a las confrontaciones y a la Querella de las imágenes bizantinas (durante los siglos VIII y IX), cuando la reticencia hacia la representación de lo sagrado se convirtió en “ortodoxia iconoclasta” y fue sostenida, durante más de cien años, por los monarcas cristianos más poderosos de su tiempo31.

Durante tal crisis iconoclasta en Constantinopla32, se propagaron leyendas que atribuían un origen milagroso a las imágenes veneradas. Se trata de una tradición que recogió historias populares o construyó explicaciones que sirvieron como argumento contra los mismos iconoclastas: la prueba más fehaciente de que las imágenes eran aprobadas por Dios radicaría en el hecho de que Cristo mismo y la Virgen habrían impreso su efigie en diferentes soportes o habrían permitido ser retratados. Según estas interpretaciones, las circunstancias milagrosas por medio de las cuales estas imágenes habían aparecido demostraban que Dios no sólo permitía, sino que promovía, la reproducción de su imagen. Por otra parte, según las diferentes leyendas recogidas, estas también eran reliquias, puesto que, como vimos, el contacto físico entre la persona sagrada y su retrato da origen a este último, y es este contacto el que transmite la presencia de la persona a su imagen, transformando así al ícono en la presencia real de la persona retratada.

La veracidad de estas reliquias de Cristo y de la Virgen se sustentaba en relatos que atestiguaban la proximidad de estos objetos con los cuerpos santos a lo largo de su paso por la Tierra. Ese contacto las volvía milagrosas, porque en ellas persistía, activa y santa, la presencia de los personajes a los que habían acompañado. Esta noción de contacto fue heredada por los íconos más célebres de Constantinopla, los aquiropoetas –del griego a-cheiro-poieton: “no hecho por la mano [del hombre]”, de donde el latín non manufactum. Tales representaciones auténticas de Cristo no habrían sido pintadas por manos humanas, sino impresas automáticamente por la propia presencia del Hijo de Dios sobre un paño33.

De acuerdo con Hans Belting34, desde el punto de vista de su origen, se pueden distinguir dos tipos de imágenes cultuales veneradas en público durante el primer periodo de la cristiandad en Bizancio. El primer tipo es el de los aquiropoetas y el segundo está constituido por aquellos íconos marianos considerados como obras del evangelista san Lucas, de la Virgen en persona, del Espíritu Santo o de un pintor enviado por los tres Reyes Magos. Al igual que las reliquias de contacto provenientes de las vestimentas de los santos y que los aquiropoetas, estas imágenes habrían sido producidas en estrecho contacto físico con la Virgen María. Todas estas imágenes son, como las reliquias, milagrosas y tienen un carácter taumatúrgico, lo que está atestiguado por su producción anómala de origen divino35.

El vínculo entre reliquias e imágenes es tan estrecho, en cuanto a la naturaleza de ambos objetos y al origen de ambos cultos que, en algunos casos, una reliquia proviene de una imagen. Es lo que ocurre con la reliquia de la Santa Sangre conservada en San Juan de Letrán, en Roma. Según la leyenda, un judío habría golpeado un crucifijo, y éste habría sangrado. El ultraje herético es el motivo más frecuentemente utilizado por las leyendas para obtener sangre de Cristo a partir de su imagen36.

Las dos crisis iconoclastas fueron la ocasión de una profunda reflexión teológica en torno a la legitimidad de la figuración de lo divino37. Frente al reproche de idolatría formulado por los iconoclastas, dos fueron los argumentos principales esgrimidos por los defensores de las imágenes. En primer lugar, la imagen no sería objeto de un culto de adoración (latría) sino de una veneración, que se dirige a la persona representada y no a la representación material. En segundo término, las prescripciones veterotestamentarias habrían sido abolidas por los nuevos tiempos de la Encarnación, tiempos que habrían extirpado definitivamente el paganismo y dado a Dios un rostro38. Juan Damasceno, protagonista de las reflexiones desatadas durante la primera crisis iconoclasta, enriqueció estas líneas de argumentación sosteniendo que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, está llamado a asemejarse a Él, entrando de este modo, él mismo, en la economía de las imágenes. Por otra parte, el Verbo es imagen perfecta de Dios, manifestada en las teofanías del Antiguo Testamento y, privilegiadamente, en el hecho de la Encarnación del Verbo ‒Encarnación que, a su vez, es reactualizada por los santos que imitan a Cristo‒. La imagen se asemeja a su modelo pero permaneciendo siempre diferente de él, porque ella no es en todo aspecto parecida a su arquetipo. Esto implica que la imagen es signo y que ella será objeto de un culto “relacional”, es decir, en relación a su original39.

El concilio de Nicea II es convocado en 787 por Irene, viuda de León IV y regente de su hijo Constantino VI. Este concilio anuló las decisiones iconoclastas adoptadas por el de Hieria, en 752. La cuarta y la quinta sesión de este séptimo concilio ecuménico fueron consagradas al examen sumario de textos que tienden a probar que la confección y el culto de imágenes remontan a la más alta Antigüedad veterotestamentaria y cristiana. También se consideraron las leyendas de imágenes milagrosas no hechas por mano del hombre y de los textos de milagros que relatan sanaciones obtenidas por intermedio de imágenes o de apariciones de santos a fieles que los reconocen a partir de sus imágenes.

Conclusión

Por todo lo anteriormente expuesto, es posible concluir que tanto las imágenes como las reliquias de santos no son simples objetos ni meros retratos, sino presencias sagradas que actúan como tales e intervienen en la historia de los hombres, de acuerdo con las expectativas y la imaginación humanas. Es por esto que el sentimiento que a ellas se dirige no es una simple emoción, una adhesión sentimental comparable al cariño que se profesa a un objeto familiar. No es un sentimiento que provenga de una pasión del corazón sino que supone un componente numinoso de reverencia y respeto ante lo sagrado, puesto que estos objetos, aunque signos y medios hacia lo divino, son portadores de aquello que significan o, si se quiere, significan también por ellos mismos.

Hemos intentado mostrar que, en cuanto a su origen, imagen sacra y reliquia comparten algo esencial en su naturaleza y en su función, al punto que ambas se contaminan mutuamente. De algún modo, una y otra han tenido contacto con una persona santa, lo que, a su vez, las santifica. Todo objeto que constituye foco de culto católico evoca una ausencia y un cuerpo, y es rastro de un recuerdo y sustituto del olvido. Por su parte, toda imagen es, por ser rastro –en su función y en su uso– una reliquia. El culto de las reliquias está estrechamente vinculado con la importancia del cuerpo durante la vida y después de la muerte40. Para el caso del cristianismo, el cuerpo es el “lugar de una inscripción visible del recorrido espiritual, de una unidad del hombre con Dios que la muerte no interrumpe, sino, más bien, refuerza”41. La tumba del santo es la señal de su doble presencia en la Tierra y en el Cielo y, por esta razón, constituye el lugar privilegiado de la mediación entre los fieles y Dios. La imagen viene a cumplir un papel muy similar.

En el caso de las imágenes, ellas no son percibidas ni tratadas como simples signos sacros (de ahí, precisamente, el problema de la confusión entre prototipo y representación al que hemos aludido antes), sino como agentes sagrados que ayudan en una guerra, son ultrajadas por herejes o agreden a sus enemigos. Es en tal sentido que se identifica un deslizamiento en las prácticas piadosas, en virtud del cual la imagen de una persona deviene la imagen en persona, y a ella se le debe, en primer lugar, respeto, temor y reverencia y sólo accesoriamente cariño. Las reliquias significan una protección frente a las calamidades y peligros que amenazan a los individuos y a la comunidad, pero son también “una garantía de salvación para las almas de los difuntos sepultados cerca de los santos”42. La reliquia es, entonces, un resto material, pero activo. Por lo tanto, es la noción de contacto, de copia (dicho de otro modo, de tacto) lo que hermana a todas estas materialidades, en principio, dispares.

Por otra parte, la normativa cristiana oriental tras la superación de la crisis iconoclasta supuso que toda imagen de lo sagrado debería asemejarse de la manera más estrecha posible a, en el caso de Cristo, la Vera icono o imagen verdadera de su rostro. Tal normativa de la copia –que, desde un punto de vista teológico, autorizaba la figuración de lo divino‒ persistió en el cristianismo oriental pero no fue seguida por Occidente. Ella proveyó, por una parte, de modelos visuales que serían seguidos libremente y experimentarían muchos cambios (sobre todo a partir del Renacimiento) y, por otra, instauró la sensibilidad de que toda imagen constituye, de cierto modo, una reliquia. De allí que, todavía hoy, agredir una pintura de cualquier temática: derribar una escultura pública o quemar una fotografía o una bandera en público resulten actos sacrílegos, si bien completamente desligados ya de una motivación específicamente religiosa43. Y la calificación de tales actos es independiente del grado de adhesión sentimental hacia el objeto de esas agresiones sino que se conecta con su naturaleza simbólica, forjada al calor de la controversia cristiana en torno de la imagen y de su estrecho vínculo con la reliquia.

Fecha de recepción: 25 de julio de 2020

Fecha de aceptación: 12 de noviembre de 2020

1 Este artículo se basa en el texto leído en el “Coloquio sobre Materialidades”, organizado por el profesor Pedro Moscoso en la Universidad Adolfo Ibáñez en el mes de junio de 2018. El trabajo fue redactado en el marco del Proyecto Fondecyt Iniciación nº 11200338, financiado por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID), Chile.

2 Adherimos aquí al sugerente artículo de David Freedberg, según el cual “la ontología de las imágenes sagradas es ejemplar para todo tipo de imágenes”. Cfr. David Freedberg, “Holy Images and Other Images”, en Susan Scott (ed.), The Art of Interpreting (Papers in Art History from the Pennsylvania State University), Pennsylvania, The Pennsylvania State University Press, 1996, p. 68.

3 Gérard Groote (1340–1384), fundador de la comunidad de Hermanos de la vida común junto a Florent Radewijns (1350?–1400), crea en los Países Bajos la espiritualidad llamada “devoción moderna” a fines del siglo XIV: ver Gérard GROOTE, Lettres et traités, Turnhout, Brepols, 1998; Florent RADEWIJNS, Petit Manuel pour le dévot moderne (Tractatus devotus), Turnhout, Brepols, 1999. Thomas von Kempis (1380?–1471) es el autor del De imitatione Christi, libro inspirado en la devotio moderna que alcanzará una influencia decisiva en la espiritualidad católica, como lo prueban las profusas ediciones y traducciones de esta obra hasta fines del siglo XIX.

4 Cfr. Juan Luis GONZÁLEZ-GARCÍA, “Jesuit Visual Preaching and the Stirring of Emotions in Iberian Popular Missions’’, en Yasmin HASKELL y Raphaële GARROD (eds.), Changing hearts. Performing Jesuits Emotions between Europe, Asia and the Americas, Leiden-Boston, Brill, 2019.

5 Carmen BERNAND y Serge GRUZINSKI, De l’idolâtrie. Une archéologie des sciences religieuses, París, Seuil, 1998.

6 Platón problematiza la ontología de la imagen (en Fedón, 72e-78b) con motivo del célebre ejemplo de Simmias y su retrato. También provee un tratamiento general de la imagen en Sofista 232-237. El símil de la línea dividida (en República VI) problematiza igualmente el estatuto de las apariencias, imitaciones y reflejos.

7 Didi-Huberman discute acerca de cómo hablar de la Santa Face o Volto santo (la representación reputada como el “rostro verdadero” de Cristo). Mientras los teólogos subrayan el interés de la presencia de lo divino, los historiadores del arte se interesan más bien en la representación. Según el autor, los parámetros visuales, materiales y procesuales de la Santa Face aparecen cuando nos centramos en la presentación y en cómo se presenta la Santa Faz: como una huella, como un vestigio, de algo que es material en su huella. Cfr. Georges Didi-Huberman, La ressemblance par contact, París, Gallimard, 2008, pp. 76-91.

8 Hans Belting, Antropología de la imagen, Buenos Aires, Katz, 2007.

9 Ibidem, p. 10.

10 David Freedberg, El poder de las imágenes: estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta, Madrid, Cátedra, 1992.

11 Belting, op. cit., p. 10.

12 La leyenda acerca de la cercanía física de los modelos de la Virgen y el Niño, que consienten en ser retratados por san Lucas, es lo que torna a esa imagen una reliquia. Esos cuerpos permiten ser retratados y, en esa medida, transmiten su energía como cuerpos a la imagen.

13 Las reliquias más apreciadas y más escasas eran, por cierto, aquellas de Cristo, cuyo cuerpo, ascendido al Cielo, habría dejado rastros derivados de su pasión y de su muerte: la cruz, los clavos, la lanza, la corona de espinas, la sangre, la verónica, el sudario, etc. Cfr. Dominique JULIA, “Reliques”, en Régine AZRIA y Danièle Hervieu-Léger (eds.), Dictionnaire des faits religieux, París, PUF, 2010, p. 1087. Las otras reliquias conocidas de Cristo (especialmente polémicas durante la Reforma) son el prepucio conservado tras la circuncisión, un diente de leche, trozos de pelo, barba y uñas, lágrimas y sangre y las huellas de los pies de Cristo en la roca desde la cual se eleva durante su Ascensión. Para una descripción detallada de estas reliquias y otras reliquias de contacto de la Pasión, cfr. Patrice Bossuel, Des reliques et de leur bon usage, París, Balland, 1971, pp. 101-175.

14 Citado por Nicole Herrmann-Mascard, Les reliques des saints. Formation coutumière d’un droit, París, Klincksieck, 1975, p. 78.

15 Jean-Claude Schmitt, “Les reliques et les images”, en Édina BozokY y Anne-Marie Helvétius (eds.), Les Reliques: objets, cultes, symboles dans le haut Moyen Âge. Actes du Colloque international de l’Université du Litoral-Côte d’Opale, Turnhout, Brepols, 1999. Arnold Angenendt ha propuesto una útil clasificación de las reliquias en función de su poder decreciente, el cual emana de su cercanía con el cuerpo santo: reliquias de primer orden (restos corpóreos), reliquias de contacto (vestimentas y objetos usados por el muerto durante su vida) y objetos que estuvieron en contacto con reliquias de primer orden (lo que aquí hemos llamado sanctuaria o brandea). Cfr. Arnold Angenendt, Heilige und Reliquien. Die Geschichte ihres Kultes vom frühen Christentum bis zur Gegenwart, Munich, Beck, 1994. Para una aplicación de esta tipificación tripartita a la Cruz de Carabuco en el contexto andino, ver Astrid Windus, “Putting Things in Order: Material Culture and Religious Communication in the Seventeenth Century Bolivian Altiplano”, en Astrid Windus y Eberhard Crailsheim (eds.), Image-Object-Performance. Mediality and communication in cultural contact zones of colonial Latin America and the Philippines, Münster-Nueva York-Munich-Berlín, Waxmann, 2013, pp. 252-255.

16 Léonard Karnal reporta que, de acuerdo con el testimonio de Plutarco en su Vida de hombres ilustres, los huesos de Orestes, hijo de Agamenón, habrían dado la victoria a los Lacedemonios. Leonard Karnal, “Les reliques dans la conquête de l’Amérique luso-espagnole”, en Philippe Boutry, Pierre-Antoine Fabre y Dominique Julia (eds.), Reliques modernes. Cultes et usages chrétiens des corps saints des Réformes aux revolutions, París, EHESS, 2009, vol. 2, p. 733.

17 Patrick Geary, Furta sacra. Le vol des reliques au Moyen Âge, París, Aubier, 1993, p. 53.

18 Julia, op. cit., p. 1085.

19 Karnal, op. cit., p. 733.

20 Bossuel, op. cit., p. 15.

21 Ibidem, p. 17.

22 Robert WISNIEWSKI, The Beginnings of the Cult of Relics, Oxford, Oxford University Press, 2019.

23 Julia, op. cit., p. 1086.

24 Bossuel, op. cit., p. 18.

25 Julia, op. cit., p. 1087.

26 Sofia Boesch-Gajano, La santità, Roma, Laterza, 1999, p. 23 (citado también por Madalenna GANA, “Reliquie e nobildonne nella Roma barocca”, Sanctorum. Rivista dell’associazione per lo studio della santità dei culti e delle’agiografia, 2 (2005), p. 113).

27 El locus classicus de tales reticencias es Jean Calvino, Traité des reliques, París, Les éditions de Paris-Max Chaleil, 2008.

28 Cfr. Jean Baudrillard, Simulacres et simulation, París, Galilée, 1981, pp. 9-12.

29 Por ejemplo, en un pequeño baptisterio de Doura (Mesopotamia romana), en las catacumbas de Roma y en sarcófagos y fachadas decoradas con temas religiosos en Nápoles. Entre los siglos III y VI las imágenes se multiplican en iglesias, baptisterios y mausoleos de Roma, Nápoles, Ravena y Salónica, por nombrar algunos. Cfr. André Grabar, L’iconoclasme byzantin, París, Flammarion, 1984, pp. 15-25.

30 Ibidem, p. 16: “[L]e culte des reliques et de certaines peintures d’origine irrationnelle a dû s’établir peu à peu, à la faveur d’une extension à toutes ces catégories d’objets de la notion de sacrum qui appelait l’adoration”.

31 Ibidem, pp. 15-25.

32 En el año 752 el emperador Constantino V Coprónimo reunió un sínodo iconoclasta en Hieria, un palacio de los suburbios asiáticos de Bizancio. Este sínodo decretó la destrucción de todas las imágenes que se encontraran al interior de las iglesias e inauguró la violenta persecución de sus partidarios. Luego de la muerte de Constantino V en 775 y la de su hijo León IV en 780, la viuda de este último, Irene, regente por la minoría de edad de Constantino VI, restableció con prudencia el culto de las imágenes. Ella reunió un nuevo concilio en 787, en Nicea, que refutó aquel de Hieria, permitiendo la veneración de imágenes. La crisis retomó a partir de 813 con el mandato de León el Armenio y bajo sus sucesores Miguel II y Teófilo. A la muerte de este último en 843, su mujer, Teodora, regente de su hijo, restableció el culto de las imágenes. Cfr. Hans Belting, Image et culte: une histoire de l’image avant l’époque de l’art, París, Cerf, 1998.

33 Según las leyendas surgidas durante la crisis iconoclasta en Constantinopla (entre los años 717-741 y 814-843), los íconos más célebres de la ciudad serían aquiropoetas: representaciones auténticas de Cristo impresas automáticamente por la propia presencia del Hijo de Dios sobre una superficie. Algunos ejemplos orientales de Vera imago (o eikon, en griego, de allí “iconos”) fueron los retratos de Cristo del santo Mandylion de Edesa y el retrato de Camuliana, Capadocia, que aparecen a partir del siglo VI. Por ejemplo, la historia del santo Mandylion sirvió para legitimar en Bizancio la representación de Cristo: el propio Mesías habría enviado al rey de Edesa, Abgar, una imagen de su rostro milagrosamente impresa por contacto divino, la “Santa Faz” o “el Verdadero Retrato”. La historia es recogida y difundida en Occidente, entre otros, por el dominico genovés Jacobus de Voragine (o Iacoppo o Giacomo da Varazze) en La Leyenda dorada, su compendio hagiográfico escrito entre 1261 y 1266 y ampliamente reproducido por manuscritos y luego en imprenta. Juan Damasceno fue el teórico defensor de las imágenes cuyas tesis serán adoptadas en el concilio de Nicea II (787), zanjando así el conflicto entre iconoclastas e iconódulos a favor de estos últimos. Estas tesis servirán de base teórica a la doctrina de las imágenes sostenida por la Iglesia durante la Edad Media y hasta después del concilio de Trento, si bien el contexto de este último es completamente diferente al medieval. Nacida de una leyenda análoga, la Verónica de San Pedro de Roma reemplaza más tarde en el imaginario occidental al Mandylion. Esta imagen apareció hacia 1200 en Roma y fue utilizada como una “fotografía” de Cristo, que mostraba la auténtica fisonomía del Hijo de Dios y sirvió para proveer una explicación racional a los orígenes de la representación de Cristo, puesto que durante la Edad Media el culto de las imágenes no fue, en general, fuente de conflictos. En Occidente, estas leyendas fueron ampliamente reproducidas e imitadas y, a la leyenda del rostro impreso en el paño de la Verónica, se sumó al Santo Sudario venerado en Turín, una pintura que data del siglo XIV. Un panorama de tales episodios puede hallarse en Belting, op. cit., p. 183.

34 Belting traza una historia de la imagen “antes de la época del arte”, es decir, antes de la perspectiva artificial, del retrato, de la “naturaleza muerta”, etc. –temáticas todas éstas que aparecen en Europa al final de la Edad Media–. Con ello se logra evadir la problemática de la imagen como producto “de un artista”, para centrar la discusión en un contexto cristiano y en la historia de los fundamentos legendarios de las primeras imágenes religiosas en Bizancio, así como en su posterior recepción occidental. Belting, op. cit.

35 Sin embargo, no toda imagen venerada en Bizancio era un original, es decir, un acheiropoieton o un retrato auténtico de la Virgen. En efecto, en un segundo momento, los artistas copian estas primeras imágenes santas. De acuerdo a la creencia, estas reproducciones heredan el carácter milagroso del original en la medida en que son sus réplicas exactas. La estrecha cercanía entre el modelo –el ícono “auténtico”– y la copia del artista asegura una naturaleza sagrada para la reproducción, que comienza a ser venerada y a la que también se le atribuyen milagros.

36 Jacobus de Voragine, en la Leyenda dorada, cita dos milagros de este tipo. El primero es el de un hombre que golpea con su espada la garganta de un crucifijo conservado en Santa Sofía. La sangre brota con violencia, el sacrílego arroja la evidencia a un pozo y, luego de ser descubierto, se convierte. Otra historia del dominicano cuenta que Nicodemo pinta un crucifijo que, 750 años después, se conserva en casa de un cristiano de Siria. Éste la alquila a un judío, dejando en ella el crucifijo. Este último y sus parientes lo golpean y le entierran la lanza en el costado: como en el Evangelio, de allí brota agua y sangre, con la que llenan un vaso que llevan a la sinagoga, donde produce sanaciones. Los malhechores se convierten y el líquido se deposita en dos frascos que se guardan en Roma y en Venecia. Bossuel reporta otros crucifijos que sangran en París, Nápoles y Venecia –Bossuel, op. cit., p. 134–.

37 Los principales intelectuales que elaboran una teoría en favor de las imágenes son, durante la primera crisis iconoclasta y hasta el concilio de Nicea II en 787, el patriarca Germán de Constantinopla, el monje Jorge de Chipre y sobre todo Juan Damaceno, en sus tres discursos contra los iconoclastas. Durante la segunda crisis (siglo IX), esta corriente fue representada por el patriarca Nicéforo de Constantinopla y, sobre todo, por Teodoro Studita.

38 Gilbert Dagron, “L’iconoclasme et l’établissement de l’orthodoxie (726-847)”, en Jean-Marie Mayeur, Charles Pietri, Luce Pietri, André Vauchez y Marc Venard (coords.), Histoire du Christianisme, vol.4: Évêques, moines et empereurs (610-1054), París, Desclée, 1995, pp. 93-165.

39 Juan DAMASCENO, Contra imaginum calumniatores, I, 9, citado por Basil Studer, “Jean Damascène”, en Angelo Di Berardino (dir.), Dictionnaire encyclopédique du Christianisme ancien, París, Cerf, 1990, vol. 2, p. 1304.

40 Para el problema de la santidad en general, cfr. Hyppolite Delahaye, Sanctus. Essai sur le culte des saints dans l’Antiquité, Bruselas, Société des Bollandistes, 1927; AA.VV., Les fonctions des saints dans le monde occidental (IIIe-XIIIe siécle). Actes du colloque de Rome (27-29 octobre 1988), Roma, École française de Rome, 1991; André Vauchez, La sainteté en Occident aux derniers siècles du Moyen Âge d’après les procès de canonisation et les documents hagiographiques, Roma, École française de Rome, 1981; Gabriella Zarri, Finzione e santità tra Medioevo e Età moderna, Turín, Rosenberg & Sellier, 1991; Peter Brown, Le culte des saints. Son essor et sa fonction dans la chrétienté latine, París, Cerf, 1983; Stephen Wilson (ed.), Saints and their cults. Studies in religious sociology, folklore and history, Cambridge, Cambridge University Press, 1983; Sofia Boesch-Gajano, La santità, Roma, Laterza, 1999.

41 Sofia Boesch-Gajano, “Sainteté”, en Jacques Le Goff y Jean-Claude Schmitt (eds.), Dictionnaire raisonné de l’Occident Médiéval, París, Fayard, 1999, p. 1026.

42 Ibidem, p. 1026.

43 Cfr. Freedberg, El poder de las imágenes...; IDEM, Iconoclasia. Historia y psicología de la violencia contra las imágenes, Madrid, Sans Soleil, 2017.

Temas Medievales 29, 2021: 1-15